MI AS DE OROS    

      MAMÁ

 Etelberto Cruz Loeza

Transcurridos 31 y faltando 69 para los 100 días de la Luna de Miel y de los 100 Días Napoleónicos, mas vaya a ser lo que vaya a ser, permítanseme unos momentos de nostalgia.

Espero no ser demasiado sensiblero.

                Mamá se llamó Emperatriz Cruz Téllez. Nació el 16 de diciembre de 1921 en la villa de Huetamo, perteneciente a nuestro estado cuando aun no era elevada a la categoría de ciudad. El pasado 16 habría cumplido 97 años. Un automovilista la atropelló en el libramiento sur, cerca del fraccionamiento La Huerta; como consecuencia de ese accidente, y por ironías de la vida, mi madre, que era tan independiente, quedó totalmente dependiente y sin memoria ni recuerdos. No tenía pasado y su presente era muy fugaz.

                Antes del nacimiento de mis 3 hermanos, fui su máxima atención. Después, los 4 compartimos su dedicación, su afecto. Lamento no haber correspondido como ella lo  merecía, pero que jamás me reclamó, ni lo hizo con mis dos hermanos; ella lo entendió y lo aceptó. Los 3, por esas cosas de la vida, nos casamos muy pronto, salvo mi hermana Soledad, a quien le hizo su fiesta, familiar, pequeña – como Dios y las costumbres mandan -, complementada con su mole.

                Acompañó a su mamá, Doña Soledad, mi abuelita, a Acapulco – por cierto, los Reyes Magos nos alcanzaron cerca de Arcelia, Gro. y me dejaron  con ella un avión B-29, de hoja de lata – cuando el paradisiaco puerto inició su transformación en el destino turístico más importante del país; mis tíos, Roberto, Rafael, Domingo y Antonino se incorporaron al ejército de peones que trabajaban en la urbanización y desarrollo vial del puerto; vivimos cerca del cerro El Veladero y la música de la fábrica de aceites y jabones 123 nos acompañaba todo el día; ahí disfruté de los camarones de río – el río Camarón, precisamente los  suministraban, después supe que se llamaban langostinos y/o Acamayas; mis tíos  – Antonino y Domingo – los pescaban. Almorzaba pescado y camarones casi todos los días y  cecina e iguanas, los demás. Aprendí a nadar en Acapulco y como estaba muy flaco, tan ñengo, que mis tíos  me daban – y les obedecía -tomaba – dos veces a la semana – sangre de tortuga y sus frescos huevos con jugo de limón y gotas de salsa Búfalo y  me daban a masticar, y comer, hígado, crudo, de tiburón, pero ni así subí de peso.

                En algún momento de esa estancia porteña mi madre tomó la decisión de separarse de su mamá – seguramente, lo platicó con ella y mi abuelita entendió sus razones – y, por un tiempo dejó a su mamá, su tierra y su familia: rompió la costumbre, siendo una madre soltera, cómo iba a salir de  ese universo rural, cómo iba romper la costumbre y  tratar de sobrevivir en la ciudad capital del estado por la simple razón de que deseaba, y esa era su ilusión, que su hijo no fuera campesino – como sus hermanos, mis tíos -, ni borrachos, como muchos hombres de la Tierra Caliente – de esos tiempos – 1948-1950 -, ni Hijo de la Chingada. Al correr el tiempo, acaso no fui borracho, ni campesino, pero Hijo de la Chingada, desde algunas perspectivas, sí lo fui o lo soy.

                Inicialmente, trató de que mi padre me reconociera, pero no logró y se regresó, por casi 3 años, a la tierra, dejándome en el orfanato de Los Pelones – Casa Hogar Soledad Gutiérrez de Figaredo -. En ese lapso de tiempo ella debió de fortalecer su decisión de salirse de ahí, donde no tenía más futuro, que hacer tortillas. ¿Casarse? Poco probable en ese medio, en ese tiempo y con un hijo natural, ilegítimo. Decidió buscar otro futuro para los 2. Desde ese momento, mi madre rompió con todo y, si se acepta el término, fue una revolucionaria: rompió las cadenas que la ataban con la servidumbre, con la costumbre y con el ethos cultural de siglos.

                En esos años, mamá intentó conseguir mi reconocimiento paternal, pero no lo consiguió y frustrada me sacó del orfanato y regresamos a la tierra. Un año estuve por allá, 1953, y cursé 3º. de educación primaria en la Felipe Carrillo Puerto y las circunstancias familiares no cambiaban y decidida, finalmente, me trajo a Morelia y haciendo aquí y allá, largas colas me inscribió en el internado No. 18, Gral. Lázaro Cárdenas. Por las amistades=juntas, en el primer años me andaba, desbalagando y mamá  me aplicó 3 vacunas y, dejando todo, definitivamente se vino a radicar a Morelia, 1955; Ma. De Jesús, su hijo Luis Pineda y su esposa María nos abrieron las puertas de su hogar y compartimos la pobreza; después la familia de Salvador Guerrero y Constancia Linares, con la parvada de sus hijos, compartimos, en García Obeso,  lo poco o mucho que puede ganar un chofer de autobuses. No debo olvidar a María Hernández Merlán. A ellos jamás podré pagarles lo que hicieron por nosotros 2.

 Finalmente trabajando de sirvienta mi madre se independizó y rentó una habitación en algunas vecindades- en Luis Moya, en Revillagigedo y en Socialismo  85  con su callejón de la Bolsa– ahora callejón del Romance – hasta que finalmente, mi padrastro compró un pequeño terreno  en la avenida Ocampo, 858,  y le construyó su casa, 1965.

                Al fin, mi mamá tenía lo que muchas mujeres de su  tierra y de esa época tenían como objetivo: un familia, un hombre, hijos, una casa y una máquina de coser y a sus hijos en la escuela, que para ella era lo más importante. Para ella eso era un triunfo.

Me he preguntado ¿Cuántas mujeres de su perfil, de su condición – miserable en todo sentido – sin saber leer ni escribir ni hacer cuentas, sin tierras, sin rentas,  sin amigos, sin relaciones, hubieran triunfado en una ciudad en un mundo totalmente ajenos?

                Intenté en varias ocasiones enseñarle a leer, escribir y las operaciones fundamentales y me dijo que no. Me dijo que no necesitaba. Y era, y fue cierto, jamás mostró que necesitara esos valores de la cultura. Puso, en el nacimiento del callejón del Romance, un puesto de venta de verduras; compraba, vendía, cobraba, manejaba la báscula, recibía dinero y daba el cambio, sin necesidad de anotar números; le dio por vender ropa en abonos, pues compraba, vendía y recibía los abonos sin anotar en ninguna parte, salvo en su memoria; de las poquísimas ocasiones que lo hacía, salía, llegaba a su destino – en la ciudad o a Guadalajara, ciudad de México u otras ciudades del interior del estado – y regresaba sin mayores complicaciones. Cuando en la casa hubo teléfono lo utilizaba, marcando los números y no requería agenda  y siendo adolescente y mis hermanos infantes, ella nos  hacía nuestra ropa interior.

                Mamá, tal vez, acaso, en  muy pocas ocasiones, nos dijo que nos quería, pero con sus hechos nos mostraba el inmenso amor que nos tuvo: éramos el centro de su vida. ¿Estábamos en clase? Antes de las 7 de la mañana ya estaba el desayuno en la mesa – jugo, fruta, chocolate o champurrrado con el atole de doña Gabina y huevos preparados. ¿Comida? A partir de las dos de la tarde ya estaba la comida, del día,  lista para todos. ¿Cena? La merienda con su pan del día y un taco de la comida o tacos – de queso, frijoles, papa – dorados – o tostadas de verdura. La ropa de cama, limpia – cada uno tendía su cama – . ¿Ropa deportiva, de los boys scouts? Desde el viernes ya estaban limpias, blanca y, en su caso, planchadas.

                Mamá tenía autoridad; nos regañaba, pero no nos castigaba nada más porque sí; invariablemente nos decía la causa de su molestia y siempre nos decía la verdad y predicaba con el ejemplo.

                Los 4 cursamos educación superior.

                Para mamá eso la hacía sentirse muy ufana, bastante, sumamente orgullosa de sus hijos.

                ¿Cuántas mujeres, del perfil y circunstancia de mi madre, lograron lo que mi madre consiguió, partiendo de la nada, saliendo de lo hondo del valle, de hecho, del fondo de la barranca? 

Mamá, bendita seas